Una almanaca, para quien como yo se lo haya preguntado, es un collar femenino. Este arabismo documentado en la España bajomedieval no está ya en Covarrubias ni en Autoridades ni tampoco en las ediciones antiguas del Diccionario de la Real Academia (que no lo incorpora hasta 1873) pero en 1858 alguien decidió utilizarlo en un título que no se iba a entender, como una extravagante declaración de intenciones. Ese título, que encabeza estas lineas, pertenece a un libro que ocupa un lugar no menor entre las muchas rarezas que pueden llegar a encerrar las bibliotecas.
Uno de los mayores problemas que ha de resolver el autor de una ficción situada en algún momento del pasado es el de la pertinencia del lenguaje narrativo. No es fácil, pues los personajes que habitan esa ficción no se expresaban exactamente como lo hacemos ahora, y el lector o el espectador lo saben y esperan legítimamente poder creerse lo que tienen ante sus ojos. Por desgracia lo más común es adoptar soluciones epidérmicas, arcaizando las fórmulas de tratamiento, salpimentando el texto con cierto vocabulario estereotipado, poco más. Existen diferentes alternativas para resolver este problema narrativo, pero hay una -si puede tomarse como tal- particularmente inusual: que un autor opte directamente por intentar recrear el lenguaje del pasado, sin más. En nuestro tiempo me viene a la memoria, por ejemplo, La dulce ira, una novela de Luis G. Martín que sucede en el siglo XVI, donde todo el trabajo lingüístico de la novela, y es mucho, contribuye a hacer verosímil una inquietante propuesta moral. En el pasado, la recreación del lenguaje antiguo se utilizó a veces con ambición de hacer pasar ciertos textos por verdaderos. Dos ejemplos han aparecido ya por estas páginas, el Centón epistolario y El buscapié. Sin embargo en muy raras ocasiones se utilizó declaradamente en una ficción. Se me ocurren dos casos diferentes pero prácticamente simultáneos. El primero es la Leyenda de las tres toronjas del vergel de amor (1856), de Agustín Durán, en verso. El segundo, en prosa, es el libro que hoy ocupa este blog.
González Valls, Mariano, El caballero de la almanaca, novela histórica escrita en lenguaje del siglo XIII, por Don Mariano González Valls. Publicada a expensas de Su Majestad, Madrid, 1859.
Folio marquilla (345 x 265 mms.), [8], 222, [1] páginas. Encuadernación heráldica original del taller de Miguel Ginesta de Haro (sucesor de Miguel Ginesta Clarós) en chagrín marrón con doble hilo dorado que encuadra un diseño geométrico gofrado sobre ambos planos, supralibros central con el escudo de Isabel II en oro, cortes dorados, ruedas en contracantos, lomo nervado con título estampado en oro, florones gofrados y firma del encuadernador (GINESTA) en su base. Sello de tinta de antiguo propietario en la anteportada. Algunos ejemplares añaden antes de la dedicatoria a la reina una dedicatoria en verso al futuro Alfonso XII en el primer aniversario de su nacimiento, que entiendo sea variante en la edición y no deficiencia en este ejemplar, dada su encuadernación.
Uno de los mayores problemas que ha de resolver el autor de una ficción situada en algún momento del pasado es el de la pertinencia del lenguaje narrativo. No es fácil, pues los personajes que habitan esa ficción no se expresaban exactamente como lo hacemos ahora, y el lector o el espectador lo saben y esperan legítimamente poder creerse lo que tienen ante sus ojos. Por desgracia lo más común es adoptar soluciones epidérmicas, arcaizando las fórmulas de tratamiento, salpimentando el texto con cierto vocabulario estereotipado, poco más. Existen diferentes alternativas para resolver este problema narrativo, pero hay una -si puede tomarse como tal- particularmente inusual: que un autor opte directamente por intentar recrear el lenguaje del pasado, sin más. En nuestro tiempo me viene a la memoria, por ejemplo, La dulce ira, una novela de Luis G. Martín que sucede en el siglo XVI, donde todo el trabajo lingüístico de la novela, y es mucho, contribuye a hacer verosímil una inquietante propuesta moral. En el pasado, la recreación del lenguaje antiguo se utilizó a veces con ambición de hacer pasar ciertos textos por verdaderos. Dos ejemplos han aparecido ya por estas páginas, el Centón epistolario y El buscapié. Sin embargo en muy raras ocasiones se utilizó declaradamente en una ficción. Se me ocurren dos casos diferentes pero prácticamente simultáneos. El primero es la Leyenda de las tres toronjas del vergel de amor (1856), de Agustín Durán, en verso. El segundo, en prosa, es el libro que hoy ocupa este blog.
González Valls, Mariano, El caballero de la almanaca, novela histórica escrita en lenguaje del siglo XIII, por Don Mariano González Valls. Publicada a expensas de Su Majestad, Madrid, 1859.
Folio marquilla (345 x 265 mms.), [8], 222, [1] páginas. Encuadernación heráldica original del taller de Miguel Ginesta de Haro (sucesor de Miguel Ginesta Clarós) en chagrín marrón con doble hilo dorado que encuadra un diseño geométrico gofrado sobre ambos planos, supralibros central con el escudo de Isabel II en oro, cortes dorados, ruedas en contracantos, lomo nervado con título estampado en oro, florones gofrados y firma del encuadernador (GINESTA) en su base. Sello de tinta de antiguo propietario en la anteportada. Algunos ejemplares añaden antes de la dedicatoria a la reina una dedicatoria en verso al futuro Alfonso XII en el primer aniversario de su nacimiento, que entiendo sea variante en la edición y no deficiencia en este ejemplar, dada su encuadernación.

