martes, 10 de febrero de 2015

LA ENCUESTA DE BENEDETTO VARCHI

   Sucede con frecuencia que el ejercicio de un cierto conocimiento especializado acaba asociado a un cierto alejamiento de la realidad. Se podrían encontrar múltiples ejemplos prácticos que lo confirmen, pero no es necesario: los nacionalismos y el periodismo deportivo demuestran cada día cuán cierto es. A lo largo del siglo XV algunos pintores y escultores tomaron conciencia de que sus artes iban más allá de la mera actividad mecánica artesanal, que había conocimientos imprescindibles para su ejercicio que pertenecían a las llamadas artes liberales y que sus resultados constituían un lenguaje no muy distinto en lo esencial al de las letras, prestigiadas por su vinculación al Trivium, practicadas sin desdoro por la gran aristocracia y los altos dignatarios de las cortes europeas. Algunos de aquellos pintores, escultores o arquitectos trasladaron en Italia sus reflexiones al papel. Surgió así la teoría del arte en una forma que perviviría hasta las vanguardias. Poco después sobrevino la fatalidad que inicia estas lineas: algunos artistas y tratadistas comenzaron a preguntarse cuál de las artes figurativas era superior a las otras, si la pintura era superior a la escultura, si la escultura era más compleja, si Madrid o Barcelona. En esas estaban cuando el escritor florentino Benedetto Varchi tuvo la idea de hacer una encuesta. Pensó que la respondieran los más célebres artistas de su tiempo. Hoy en día, si creemos a Houellebecq, hubiera tenido que acudir a Damien Hirst o Jeff Koons. Por suerte para Varchi en aquel momento podían responderla Bronzino, Pontormo, Cellini y aún Miguel Ángel, septuagenario, lúcido y activo. Mayor fortuna hubiera tenido, si cabe, de haber hecho la encuesta unos años antes. En 1546, Varchi defendió sus ideas sobre las artes en dos discursos ante la academia florentina. El segundo, que se ocupaba del parangón entre la escultura y la pintura,  exponía su teoría en tres secciones que se concluyen con la transcripción directa de las cartas de ocho artistas que respondieron a su requerimiento. Eran, además de Miguel Ángel, tres pintores (Bronzino, Vasari, Pontormo), tres escultores (Cellini, Sangallo, Tribolo) y un taraceador (Tasso). Que sus palabras se hayan conservado es uno de los lujos que nos reservan los libros. Ambas lecciones se publicaron en Florencia tres años después. La segunda fue traducida por primera vez al español dos siglos más tarde.
  
 Tiziano, Retrato de Benedetto Varchi hacia 1540, Viena, Kunsthistorisches Museum, y copia del mismo retrato grabada hacia 1660 por Vorsterman el joven sobre modelo de David Teniers.


Varchi, Benedetto, Lección que hizo Benedicto Varqui en la Academia florentina en tercer domingo de Quaresma del año 1546. Sobre la primacía de la artes, y qual sea más noble, la escultura o la pintura. Con una carta de Michael Angelo Buonarroti, y otras de los más célebres pintores y escultores de su tiempo sobre el mismo asumpto. Traducidas del italiano por don Phelipe de Castro, primer escultor de Cámara de S.M. director principal de la escultura del nuevo real palacio, director de la Academia de S. Fernando de las tres bellas artes, académico romano y florentino, y entre los arcades de Roma Gallesio Libadico. Quien lo dedica al excmo. señor don Joseph de Carvajal y Lancaster, etc., Madrid, en la imprenta de don Antonio Bieco, 1753. 
[40], 210 páginas. Octavo, encuadernado en pergamino original sobre cartón.



   El traductor era Felipe de Castro, primer escultor del rey, formado durante muchos años en Italia. En una extensa nota preliminar, Castro justificaba la edición como un medio de rebatir a algunos tratadistas españoles (Pacheco, Carducho, Jaúregui o Palomino) que habían defendido la superioridad de la pintura sobre la escultura con argumentos tomados en ocasiones de las respuestas de Vasari, Bronzino o Pontormo a Benedetto Varchi. Su poco desinteresado objetivo era precisamente el opuesto, y acudía para ello a la autoridad de Miguel Ángel entresacando algunas citas de la misma fuente para respaldar su argumentación. La lectura directa de su carta, siendo obvio que Miguel Ángel se sentía principalmente escultor, revela sin embargo una posición bastante menos militante de lo que prefiere su traductor y, por el contrario, bastante más descreída. Últimamente vivimos en nuestro país a golpe de encuesta. Quienes administran lo que tenemos en común parecen más preocupados por el último sondeo que por gestionar los problemas para cuya solución han sido elegidos. Quizás leer la irónica respuesta del gran Miguel Ángel a la peculiar encuesta de Benedetto Varchi contribuya de algún modo a mantener la distancia justa frente a tan vacilantes certezas.
 

lunes, 22 de septiembre de 2014

VUELTA AL COLEGIO

   Hay un poema de Safo que desde el extraordinario descubrimiento de Grenfell y Hunt en Oxirrinco se conoce caprichosamente fragmentado. El papiro donde se encontró conserva tan solo la parte final de cada uno de los versos, cuyas primeras palabras se han perdido en cada linea de escritura, truncadas por el azar. Durante décadas las conjeturas de no pocos helenistas se han sucedido tratando de reconstruir el poema, intuyendo su enorme belleza. Hace muy pocos años se ha podido rehacer con razonable certeza por circunstancias igualmente caprichosas: entre los materiales que formaban el cartonaje de una momia egipcia del siglo III a. C. dos especialistas fueron capaces de identificar fragmentos de papiro con vestigios escritos de tres poemas de la autora lesbia; uno de ellos, por una maravillosa casualidad, completaba lo que faltaba en aquel.


viernes, 14 de marzo de 2014

EL CABALLERO DE LA ALMANACA

   Una almanaca, para quien como yo se lo haya preguntado, es un collar femenino. Este arabismo documentado en la España bajomedieval no está ya en Covarrubias ni en Autoridades ni tampoco en las ediciones antiguas del Diccionario de la Real Academia (que no lo incorpora hasta 1873) pero en 1858 alguien decidió utilizarlo en un título que no se iba a entender, como una extravagante declaración de intenciones. Ese título, que encabeza estas lineas, pertenece a un libro que ocupa un lugar no menor entre las muchas rarezas que pueden llegar a encerrar las bibliotecas. 
   Uno de los mayores problemas que ha de resolver el autor de una ficción situada en algún momento del pasado es el de la pertinencia del lenguaje narrativo. No es fácil, pues los personajes que habitan esa ficción no se expresaban exactamente como lo hacemos ahora, y el lector o el espectador lo saben y esperan legítimamente poder creerse lo que tienen ante sus ojos. Por desgracia lo más común es adoptar soluciones epidérmicas, arcaizando las fórmulas de tratamiento, salpimentando el texto con cierto vocabulario estereotipado, poco más. Existen diferentes alternativas para resolver este problema narrativo, pero hay una -si puede tomarse como tal- particularmente inusual: que un autor opte directamente por intentar recrear el lenguaje del pasado, sin más. En nuestro tiempo me viene a la memoria, por ejemplo, La dulce ira, una novela de Luis G. Martín que sucede en el siglo XVI, donde todo el trabajo lingüístico de la novela, y es mucho, contribuye a hacer verosímil una inquietante propuesta moral. En el pasado, la recreación del lenguaje antiguo se utilizó a veces con ambición de hacer pasar ciertos textos por verdaderos. Dos ejemplos han aparecido ya por estas páginas, el Centón epistolario y El buscapié. Sin embargo en muy raras ocasiones se utilizó declaradamente en una ficción. Se me ocurren dos casos diferentes pero prácticamente simultáneos. El primero es la Leyenda de las tres toronjas del vergel de amor (1856), de Agustín Durán, en verso. El segundo, en prosa, es el libro que hoy ocupa este blog.



González Valls, Mariano, El caballero de la almanaca, novela histórica escrita en lenguaje del siglo XIII, por Don Mariano González Valls. Publicada a expensas de Su Majestad, Madrid, 1859.
Folio marquilla (345 x 265 mms.), [8], 222, [1] páginas. Encuadernación heráldica original del taller  de Miguel Ginesta de Haro (sucesor de Miguel Ginesta Clarós) en chagrín marrón con doble hilo dorado que encuadra un diseño geométrico gofrado sobre ambos planos, supralibros central con el escudo de Isabel II en oro, cortes dorados, ruedas en contracantos, lomo nervado con título estampado en oro, florones gofrados y firma del encuadernador (GINESTA) en su base. Sello de tinta de antiguo propietario en la anteportada. Algunos ejemplares añaden antes de la dedicatoria a la reina una dedicatoria en verso al futuro Alfonso XII en el primer aniversario de su nacimiento, que entiendo sea variante en la edición y no deficiencia en este ejemplar, dada su encuadernación
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lunes, 27 de enero de 2014

EL ELZEVIRIÓMETRO


 
   En un conocido relato bibliófilo cuenta Charles Nodier que cierto Teodoro, su protagonista, llevaba siempre un artilugio diseñado para medir con extrema precisión la longitud de las ediciones elzevirianas. La explicación de tan gran exactitud se encuentra en las peculiares características de muchas de las series editoriales impresas por la oficina que fundó en 1587 Lodewijk Elzevir en Leiden y continuaron sus numerosos descendientes, particularmente en las impresas por Bonaventura y Abraham entre 1626 y 1652, por Jean y Eva, su viuda, hasta 1681, y por Daniel y Lodewijk II en Amsterdam, con el mismo término. Después, el último de los impresores Elzevir de Leiden, Abraham, hijo de Jean, acabó llevando la empresa a la ruina. Durante casi cien años la saga familiar publicó libros de todo tipo y formato pero se hizo célebre principalmente por sus pequeñas ediciones en dozavo o dieciseisavo de los clásicos grecolatinos, siempre en buen papel, siempre precedidas de una portada grabada en calcografía, siempre impresas utilizando tipos tan menudos, tan precisos y tan definidos que cada una de sus páginas parece a veces una obra de orfebrería. Otras lineas editoriales, como la literatura francesa o la colección de tratados políticos conocidos como les petites republiques, adoptaron la misma fórmula. 

martes, 24 de diciembre de 2013

NAVIDAD


¡Feliz Navidad!


Sagrada familia, grabada en Viena hacia 1660 por Van den Steen sobre modelo de Van Hoÿ a partir de la pintura original atribuida a Andrea del Sarto.  

sábado, 14 de diciembre de 2013

ANDANZAS BIBLIÓFILAS


   Con frecuencia tengo la sensación de estar fuera del mundo. Si pienso que es el momento oportuno de evitar una aglomeración de personas, caigo sin remedio en el centro de ella. Si voy preocupado pensando encontrar un tráfico desesperante encuentro las carreteras desiertas. Casi nunca, aunque me lo proponga firmemente, soy capaz de anticipar las reacciones de los demás. Quienes pueden hacerlo, y más aún quienes son capaces de ganarse la vida con ello, me producen una admiración que linda con el estupor. Aquellos que idean un producto que se revela después de consumo masivo, quienes aciertan al editar un libro del gusto de los lectores, un sencillo pescadero que compra para su establecimiento aquello que piensa que va a vender en el día, y encima lo vende, participan a mis ojos de la clarividencia que se atribuyó en la antigüedad a las sibilas y a los profetas. El otro día, viendo una apreciable edición dieciochesca de Horacio que se vendía por unos setenta y tantos euros, algo menos de lo que debe costar a veces ir al fútbol, me preguntaba cómo es posible que las librerías anticuarias no estén atestadas de clientes. Esta lunática pregunta creo que pone en sus justos términos la veracidad de lo que llevo escrito. No obstante, tampoco compré la edición, aunque me gustara, pues lo primero que aprende cualquier amante de los libros bellos es que a lo largo de su vida verá pasar ante sí muchos y jamás los tendrá. A consecuencia de ello es frecuente sentir con cierta tristeza que los libros que se van viendo pasar se perderán sin remedio en el olvido como las lágrimas en la lluvia de la gastada metáfora de Blade Runner. Me gustaría por ello traer aquí un ejemplo reciente, como si este blog no fuera a perderse antes. En una subasta portuguesa se vendía hace poco la edición lisboeta, primera, de la Guerra de Granada de Diego Hurtado de Mendoza.


jueves, 31 de octubre de 2013

CINE, LIBROS, MANUSCRITOS Y PEQUEÑAS MALDADES

   Una de las muy variadas tonterías que puede hacer todo buen aficionado a los libros es juzgar una película por la manera en que los retrata. Ya puede ser buena la película, que como muestre un libro medianamente inverosímil en la esquina de algún plano sin importancia corre el peligro de ser condenada de inmediato al cadalso del disparate. Como esto es lo habitual en el cine de época (qué deliciosa naftalina sugiere esta expresión), cuando un buen director artístico sorprende con un detalle particularmente veraz, el aficionado a los libros se lo perdona todo. Aunque la película sea espantosa. 
   Ocupan mi memoria, mal que me pese, muchos de estos fugaces fotogramas. Voy a traer aquí algunos recordando aquellas entrañables y efímeras calificaciones académicas que los pedagogos de nuestro ministerio de Educación propusieron hace algunos años para reemplazar las tradicionales, demasiado brutales para la frágil sensibilidad de los niños españoles. No parece inoportuno en estos días de huelgas educativas y de nuevas leyes aprobadas desde la trinchera.

"NECESITA MEJORAR" 
   En una reciente serie de televisión dedicada a contar la historia de la princesa de Éboli se ve a Felipe II en los jardines del Escorial. El rey lee un libro y se ríe. El espectador puede apreciar el libro con detalle y, desgraciadamente, también se ríe. 







martes, 8 de octubre de 2013

ALGO MÁS QUE UN DICCIONARIO.

   Se sabe que los primeros humanistas del Renacimiento hacían encuadernar algunos libros de sus bibliotecas intercalando hojas en blanco entre los pliegos impresos. De esa manera podían glosar el texto de los clásicos evitando el angosto espacio que para la anotación permite un margen. Una tardía pervivencia de esta costumbre, que yo apenas conocía por una carta de  Juan Páez de Castro a Jerónimo Zurita, adquirió todo su sentido material al desenvolver un paquete postal procedente de Boston. De él salieron cuidadosamente protegidos uno a uno los seis tomos de la primera edición del Diccionario de Ceán Bermúdez.