Hay dos clases de problemas de ajedrez. Los más frecuentes presentan una determinada posición del juego, de cuyo análisis debe deducirse la mejor manera de proseguirlo, encontrar la linea ganadora. Este tipo de problemas se resuelven con mayor facilidad cuanto mayor sea la habilidad ajedrecística de quien se enfrenta a ellos. Pero hay una segunda clase de problemas cuya solución no depende necesariamente de la destreza ajedrecística, sino de la lógica y de un sencillo conocimiento de las reglas del juego. Se suelen llamar ajedrez retrospectivo, y presentan una determinada posición, paradójica o aparentemente imposible, que no se soluciona anticipando lo que va a ocurrir, sino averiguando lo que ha sucedido antes. El siguiente ejemplo, compuesto por el matemático Raymond Smullyan, puede ilustrarlo. Tiene un enunciado simple: ¿dónde está el rey blanco?
La entrada de hoy trata de la extraordinaria biblioteca de Diego Hurtado de Mendoza, y no es muy distinta a un problema de ajedrez retrospectivo.
La bibliografía sobre Diego de Mendoza no es extensa, y es de agradecer que los debates recientes sobre la autoría del Lazarillo le hayan puesto de actualidad*. Sobre su biblioteca no existe todavía un estudio integral y detallado, pero sí una aproximación general a partir de un inventario antiguo, varias aproximaciones indirectas que han ido acotando los fondos manuscritos griegos, latinos o árabes, y un interesante y minucioso estudio reciente sobre su fondo impreso y sus encuadernaciones. Se sabe que la biblioteca de Mendoza empezó a adquirir importancia durante su embajada veneciana, cuando tomó como bibliotecario al helenista holandés Arnoldo Arlenio. Se sabe también que en esos años compró numerosos impresos y manuscritos en el próspero mercado veneciano del libro, que empleó al menos a ocho copistas en el traslado de raros manuscritos griegos conservados en diferentes bibliotecas, que envió un agente al Mediterráneo oriental con objeto de comprar o copiar originales antiguos inéditos, y que llegó a obtener del sultán otomano varias decenas de manuscritos bizantinos, procedentes al menos en parte de la biblioteca de Miguel Cantacuzeno, en agradecimiento por haber liberado sin rescate a un cautivo turco distinguido. Se sabe que siguió reuniendo libros durante toda su vida, en Italia, en Flandes, en España. Que hizo encuadernar no pocos con elegancia, más de un centenar en un taller veneciano que utilizó un estilo peculiar, -con una cubierta en rojo, otra en negro, y una plaqueta central de inspiración clásica-, en el que se ha querido ver una intención heráldica. Se sabe que los estudiaba intensamente y los anotaba, que se manejaba con soltura en latín, griego e incluso árabe, y que se interesó profundamente por las matemáticas, la astronomía, la historia, la literatura, o el derecho. Todo ello se documenta también en su biblioteca. Se sabe por varias dedicatorias impresas en obras de erudición y por diversas noticias epistolares que cedía sus libros con liberalidad para su estudio. Se sabe por una carta de Páez de Castro que habiendo sido nombrado embajador ante el Concilio, se presentó en Trento con una gran cantidad de textos patrísticos y luteranos y los puso a disposición de los delegados, para su estudio. Que en varias ocasiones prestó manuscritos para su impresión en Basilea, y que no siempre le fueron devueltos. Que en ocasiones los regaló. Y que a pesar de ello fue acusado años después por un helenista austríaco de hacerse con libros de forma ilícita por el procedimiento de no retornar a la biblioteca de San Marcos algunos manuscritos que había recibido en préstamo para su copia. Se ha llegado a saber, incluso, que la acusación era falsa. De todo ello, y sobre todo de aquellos años luminosos que precedieron a su caída en desgracia para la alta política en 1552, resultó una biblioteca de unos 3.000 voluménes impresos y manuscritos, que comprendía muchísimos ejemplares ya excepcionales en su época, como una antiquísima copia de la Ciropedia, de Jenofonte, procedente del monasterio de San Atanasio del monte Athos, o como el manuscrito iluminado original del Lapidario de Alfonso X el Sabio.
No era excepcional tan solo por su calidad, sino también por su magnitud; contadas bibliotecas europeas en el siglo XVI alcanzaron esas cifras. Como no podía ser de otra manera, cobró fama ya en vida de su propietario. Esa fama alcanzó al rey. Más tarde llegaría el deseo regio de incorporarla a la gran biblioteca que sobre la propia estaba reuniendo en el Escorial. El contexto personal, sin embargo, no lo favorecía. De los hechos parece evidente que tras perder la confianza del emperador, Mendoza jamás tuvo la de su hijo, aunque puede que tratara de obtenerla siendo Felipe II todavía príncipe. Sí parece haber indicios fundados de que encontró mayor simpatía en el círculo de la princesa regente Juana. No es extraño, conociendo la división partidista de la corte en aquellos momentos y considerando que en su correspondencia atribuyó a las intrigas de la familia Álvarez de Toledo buena parte de la responsabilidad de su destitución como embajador en Roma. Con todo, esa proximidad no se tradujo en el desempeño de cargos políticos de relevancia, que nunca volvería a ejercer. Y como es bien conocido, su biblioteca acabó, al fin, en el Escorial. Se sospecha que el camino seguido hasta llegar allí no fue demasiado limpio. En 1565, mucho antes de que estuvieran habilitadas las dependencias definitivas, comenzaron a llegar las primeras remesas de la biblioteca personal del rey a San Lorenzo. Poco después comenzó la adquisición de libros de otras procedencias. En 1567, una cédula real ordenaba oportunamente que se tomasen cuentas a Mendoza de todo su período de responsabilidad política en Italia. Habían pasado 20 años. La diligencia de los contadores reales extrajo pronto de los archivos una cifra astronómica a justificar. Tras presentar toda la documentación que pudo encontrar, el antiguo embajador descubrió que todavía se le reclamaba un desfase de más de 84.000 escudos. En 1568 un incidente menor, -una pendencia en palacio durante la que se desenvainaron espadas-, le llevó a prisión, y meses después al destierro. En julio de 1572 el secretario real Antonio Gracián escribía a Diego Guzmán de Silva, embajador en Venecia: “estamos tratando de tomar dos librerías para su majestad, la una de don Diego de Mendoza... y la otra del cardenal de Burgos”. Meses antes, el mismo Guzmán había escrito, al recibir el encargo real de comprar libros en Italia para el Escorial: “no creo que será necesario advertir que don Diego de Mendoza tiene algunos libros desta qualidad que vuestra majestad desea”. En diciembre de 1573 Mendoza escribía a Jerónimo Zurita que estaba reuniendo sus libros “y enviándolos a Alcalá...porque su majestad se quería servir dellos y mandarlos ver, para ponellos en el Escurial, y paréceme que tiene razón porque aquella es la más suntuosa fábrica antigua o moderna que yo he visto, y no me parece que le falta otra parte sino poner en ella la más suntuosa librería del mundo, la qual puede hacer lo uno juntando librerías y lo otro buscando libros. Pero el camino de buscallos me parece que va errado, porque no saben a donde los han de hallar, y los buscan a tiento; yo diré mi opinión algún día.” En 1574, ya septuagenario, se le permitió volver a la corte para aclarar las cuentas con la hacienda regia. Al final de ese año, escribía a Zurita, con la ironía que nunca le faltó: “Ando desempolvando mis libros y viendo si están ratonados, y estoy contento de que los hallo bien tratados. Extraños autores hay entre ellos, de que yo no tenía ninguna noticia. Estoy maravillado de los muchos que hallo leídos, habiendo aprendido tan poco de ellos”. Poco después, en otra carta de Gracián se vuelven a mencionar dos librerías “que estamos cerca de tener en San Lorenzo: la una es la famosa de don Diego de Mendoza, la otra la del obispo de Lérida, Antonio Agustín”. Pasados unos meses, en agosto de 1575, enfermo de gravedad, el viejo embajador dicta su testamento. En él, de su propia mano, escribe el destino final de su biblioteca y la causa: “Y porque yo tengo cuentas con el rey nuestro señor, en las cuales me ponen dudas (aunque el rey muy bien entiende que no soy alcanzado), por sanear my conciencia y mi lealtad hago a su majestad mi universal heredero, y suplícole nombre por mí ejecutores y lo mande cumplir al pie de la letra, que sobran bienes”. En otra disposición testamentaria, añade orgullosamente: “Mando que se sigan las cuentas que tengo con el rey, porque se vea que no le debo nada”. En septiembre de 1575, una nueva carta de Gracián a Guzmán de Silva nos permite leer el epílogo: ”Ya vuestra señoría habrá entendido la muerte de don Diego de Mendoza. Dejó a su majestad por heredero de todos sus bienes... aunque así como así se cree era su majestad señor de ellos, por tenerle alcanzado sus contadores en más de ochenta mil ducados, de que él andaba procurando desquitarse”.
Probable retrato de Diego Hurtado de Mendoza, realizado durante su embajada veneciana por Tiziano, hoy en la galería del Palacio Pitti. Sobre este tema se puede leer un artículo de B.Bassegoda. Otro más reciente de L. Fernández cuestiona la identificación de una de las representaciones citadas en aquel. |
La bibliografía sobre Diego de Mendoza no es extensa, y es de agradecer que los debates recientes sobre la autoría del Lazarillo le hayan puesto de actualidad*. Sobre su biblioteca no existe todavía un estudio integral y detallado, pero sí una aproximación general a partir de un inventario antiguo, varias aproximaciones indirectas que han ido acotando los fondos manuscritos griegos, latinos o árabes, y un interesante y minucioso estudio reciente sobre su fondo impreso y sus encuadernaciones. Se sabe que la biblioteca de Mendoza empezó a adquirir importancia durante su embajada veneciana, cuando tomó como bibliotecario al helenista holandés Arnoldo Arlenio. Se sabe también que en esos años compró numerosos impresos y manuscritos en el próspero mercado veneciano del libro, que empleó al menos a ocho copistas en el traslado de raros manuscritos griegos conservados en diferentes bibliotecas, que envió un agente al Mediterráneo oriental con objeto de comprar o copiar originales antiguos inéditos, y que llegó a obtener del sultán otomano varias decenas de manuscritos bizantinos, procedentes al menos en parte de la biblioteca de Miguel Cantacuzeno, en agradecimiento por haber liberado sin rescate a un cautivo turco distinguido. Se sabe que siguió reuniendo libros durante toda su vida, en Italia, en Flandes, en España. Que hizo encuadernar no pocos con elegancia, más de un centenar en un taller veneciano que utilizó un estilo peculiar, -con una cubierta en rojo, otra en negro, y una plaqueta central de inspiración clásica-, en el que se ha querido ver una intención heráldica. Se sabe que los estudiaba intensamente y los anotaba, que se manejaba con soltura en latín, griego e incluso árabe, y que se interesó profundamente por las matemáticas, la astronomía, la historia, la literatura, o el derecho. Todo ello se documenta también en su biblioteca. Se sabe por varias dedicatorias impresas en obras de erudición y por diversas noticias epistolares que cedía sus libros con liberalidad para su estudio. Se sabe por una carta de Páez de Castro que habiendo sido nombrado embajador ante el Concilio, se presentó en Trento con una gran cantidad de textos patrísticos y luteranos y los puso a disposición de los delegados, para su estudio. Que en varias ocasiones prestó manuscritos para su impresión en Basilea, y que no siempre le fueron devueltos. Que en ocasiones los regaló. Y que a pesar de ello fue acusado años después por un helenista austríaco de hacerse con libros de forma ilícita por el procedimiento de no retornar a la biblioteca de San Marcos algunos manuscritos que había recibido en préstamo para su copia. Se ha llegado a saber, incluso, que la acusación era falsa. De todo ello, y sobre todo de aquellos años luminosos que precedieron a su caída en desgracia para la alta política en 1552, resultó una biblioteca de unos 3.000 voluménes impresos y manuscritos, que comprendía muchísimos ejemplares ya excepcionales en su época, como una antiquísima copia de la Ciropedia, de Jenofonte, procedente del monasterio de San Atanasio del monte Athos, o como el manuscrito iluminado original del Lapidario de Alfonso X el Sabio.
Encuadernación característica realizada para Diego de Mendoza sobre un volumen de las Pandectas de Justiniano por un taller veneciano que A.Hobson ha identificado como el de Andrea di Lorenzo. La cubierta posterior está en piel negra, o según Graux o Checa, verdinegra, lo que se interpreta como una alusión a los colores del escudo de la familia Mendoza. La sencilla decoración es la más habitual de las que realizaba este taller, con los planos enmarcados por doble linea dorada entre otras gofradas, la interior rota por círculos truncados, sencillos florones en los ángulos y una plaqueta dorada en relieve en el centro de los planos. Hay un segundo modelo, con lineas verticales paralelas. El sello estampado posteriormente en seco, con el motivo de la parrilla, es el típico del monasterio del Escorial. (La fotografía procede del libro de Hobson, y es de lamentar, dado el precio que tiene, que sea la única en color). |
No era excepcional tan solo por su calidad, sino también por su magnitud; contadas bibliotecas europeas en el siglo XVI alcanzaron esas cifras. Como no podía ser de otra manera, cobró fama ya en vida de su propietario. Esa fama alcanzó al rey. Más tarde llegaría el deseo regio de incorporarla a la gran biblioteca que sobre la propia estaba reuniendo en el Escorial. El contexto personal, sin embargo, no lo favorecía. De los hechos parece evidente que tras perder la confianza del emperador, Mendoza jamás tuvo la de su hijo, aunque puede que tratara de obtenerla siendo Felipe II todavía príncipe. Sí parece haber indicios fundados de que encontró mayor simpatía en el círculo de la princesa regente Juana. No es extraño, conociendo la división partidista de la corte en aquellos momentos y considerando que en su correspondencia atribuyó a las intrigas de la familia Álvarez de Toledo buena parte de la responsabilidad de su destitución como embajador en Roma. Con todo, esa proximidad no se tradujo en el desempeño de cargos políticos de relevancia, que nunca volvería a ejercer. Y como es bien conocido, su biblioteca acabó, al fin, en el Escorial. Se sospecha que el camino seguido hasta llegar allí no fue demasiado limpio. En 1565, mucho antes de que estuvieran habilitadas las dependencias definitivas, comenzaron a llegar las primeras remesas de la biblioteca personal del rey a San Lorenzo. Poco después comenzó la adquisición de libros de otras procedencias. En 1567, una cédula real ordenaba oportunamente que se tomasen cuentas a Mendoza de todo su período de responsabilidad política en Italia. Habían pasado 20 años. La diligencia de los contadores reales extrajo pronto de los archivos una cifra astronómica a justificar. Tras presentar toda la documentación que pudo encontrar, el antiguo embajador descubrió que todavía se le reclamaba un desfase de más de 84.000 escudos. En 1568 un incidente menor, -una pendencia en palacio durante la que se desenvainaron espadas-, le llevó a prisión, y meses después al destierro. En julio de 1572 el secretario real Antonio Gracián escribía a Diego Guzmán de Silva, embajador en Venecia: “estamos tratando de tomar dos librerías para su majestad, la una de don Diego de Mendoza... y la otra del cardenal de Burgos”. Meses antes, el mismo Guzmán había escrito, al recibir el encargo real de comprar libros en Italia para el Escorial: “no creo que será necesario advertir que don Diego de Mendoza tiene algunos libros desta qualidad que vuestra majestad desea”. En diciembre de 1573 Mendoza escribía a Jerónimo Zurita que estaba reuniendo sus libros “y enviándolos a Alcalá...porque su majestad se quería servir dellos y mandarlos ver, para ponellos en el Escurial, y paréceme que tiene razón porque aquella es la más suntuosa fábrica antigua o moderna que yo he visto, y no me parece que le falta otra parte sino poner en ella la más suntuosa librería del mundo, la qual puede hacer lo uno juntando librerías y lo otro buscando libros. Pero el camino de buscallos me parece que va errado, porque no saben a donde los han de hallar, y los buscan a tiento; yo diré mi opinión algún día.” En 1574, ya septuagenario, se le permitió volver a la corte para aclarar las cuentas con la hacienda regia. Al final de ese año, escribía a Zurita, con la ironía que nunca le faltó: “Ando desempolvando mis libros y viendo si están ratonados, y estoy contento de que los hallo bien tratados. Extraños autores hay entre ellos, de que yo no tenía ninguna noticia. Estoy maravillado de los muchos que hallo leídos, habiendo aprendido tan poco de ellos”. Poco después, en otra carta de Gracián se vuelven a mencionar dos librerías “que estamos cerca de tener en San Lorenzo: la una es la famosa de don Diego de Mendoza, la otra la del obispo de Lérida, Antonio Agustín”. Pasados unos meses, en agosto de 1575, enfermo de gravedad, el viejo embajador dicta su testamento. En él, de su propia mano, escribe el destino final de su biblioteca y la causa: “Y porque yo tengo cuentas con el rey nuestro señor, en las cuales me ponen dudas (aunque el rey muy bien entiende que no soy alcanzado), por sanear my conciencia y mi lealtad hago a su majestad mi universal heredero, y suplícole nombre por mí ejecutores y lo mande cumplir al pie de la letra, que sobran bienes”. En otra disposición testamentaria, añade orgullosamente: “Mando que se sigan las cuentas que tengo con el rey, porque se vea que no le debo nada”. En septiembre de 1575, una nueva carta de Gracián a Guzmán de Silva nos permite leer el epílogo: ”Ya vuestra señoría habrá entendido la muerte de don Diego de Mendoza. Dejó a su majestad por heredero de todos sus bienes... aunque así como así se cree era su majestad señor de ellos, por tenerle alcanzado sus contadores en más de ochenta mil ducados, de que él andaba procurando desquitarse”.
Los libros entraron en el Escorial en 1576, y una buena parte sigue allá. Muchos se perdieron en el incendio de 1671, pero éste parece haber afectado solo al fondo manuscrito de la biblioteca, no al impreso. Aún así, resta todavía una tercera parte de aquel. Algunas encuadernaciones tienen todavía rastros del fuego. Unos pocos impresos duplicados fueron trasladados en el siglo XVIII a la Real Biblioteca y algunos de ellos pasaron a la Nacional. Los estudios que se han ocupado de la biblioteca de Mendoza han ido identificando cada vez más volúmenes. Todos se basan en descripciones antiguas parciales cuyas entradas tratan de contrastar con los libros conservados. Incorporado a su testamento se conserva un inventario de los libros que estaban en su domicilio madrileño a su muerte, que relaciona 249 libros a los que se añaden 230 manuscritos sin identificar, la mayoría árabes. En el testamento se alude a un inventario general en poder de Gracián, hoy perdido. Hay también una relación de 107 libros que le pertenecían y estaban depositados en la biblioteca de los Mendoza del Infantado. Asímismo una copia parcial del inventario escurialense de 1576 realizada tardíamente para el capellán de Felipe IV. Hay finalmente listados anteriores, hechos en vida de Mendoza; entre otros, la descripción del fondo griego copiada en 1548 de otra que manejaba su entonces bibliotecario, Arnoldo Arlenio, por Jean Matal, al servicio del erudito Antonio Agustín. Con estas fuentes, los diferentes estudios han identificado más de ochocientos manuscritos griegos, latinos, árabes, hebreos o castellanos, -de los que se han localizado la práctica totalidad de los que quedan-, y han estimado el fondo impreso en unos 2.000 volúmenes, de los que el estudio más completo ha identificado unos 1.200. El conjunto de todo ello se ajusta bastante a la biblioteca de un erudito humanista: una preferencia general por la cultura clásica y una gran mayoría de libros en latín y griego. También muestra los temas que interesaban a quien la reunió: principalmente la filosofía, las matemáticas y otras ciencias, la historia y la historia sagrada, la literatura o el derecho romano. Hace tiempo, un librero me mostró una lista de veintitantos libros antiguos de una biblioteca particular, muy precariamente descritos, que estaba tasando. Pude ayudarle identificando algunos, pero pronto tuve la extraña sensación de que más que identificar lo que había, el desafío era allí averiguar lo que faltaba. Porque de los títulos, de los autores y de las ediciones descritas parecía evidente que quien los había reunido tenía otros que los complementaban. Días después el librero me comentó que eran, en efecto, parte de la biblioteca de un bibliófilo que, por razones de herencia, se había fragmentado ya tres o cuatro veces. Esa sensación de que falta algo es la que queda después de revisar el listado de libros impresos de la biblioteca de Diego de Mendoza. Obviamente, faltan libros. Parte se habrán perdido, parte no se han identificado todavía. Pero no es eso. La impresión es que faltan ciertos libros de forma no aleatoria, casi totalmente. Es inexplicable que no haya casi nada de literatura española excepto cuatro obras encuadernadas juntas en un volumen, quizás ya en el Escorial. Por extensión, hay muy pocos libros impresos en España. Por el contrario, abunda la literatura italiana. Están representados con bastantes obras Dante, Boccaccio, Ariosto, Bembo, Aretino, Poliziano, Berni y otros. Curiosamente, parece faltar Petrarca, pero hay, por ejemplo, tres ediciones del Cortesano de Castiglione. Hobson ha identificado una, en su idioma original. Podemos pensar que alguna de las otras dos citadas pudiera ser la traducción de Boscán, que sin duda debió tener. Pero no hay, al margen de toda lógica, ninguna de las ediciones de las obras poéticas de Boscán y Garcilaso. Podría justificarse en la difusión manuscrita, más en este caso, pero a Mendoza no le importó reunir varios ejemplares de los autores o las materias que le interesaban, ni duplicar obras, ni tener versiones manuscritas e impresas de los mismos textos. Hay, por ejemplo, casi un centenar de libros de Aristóteles, cuya Mecánica tradujo, y mayor número aún de sus comentaristas. Hay por ejemplo, dos ediciones venecianas de la Divina Comedia, una de Aldo, otra de Giolito, o tres, como hemos visto, del Cortesano. Sin embargo nada de poetas tan relacionados con él, personalmente incluso, como Boscán y Garcilaso. Lo mismo se puede decir de la poesía española tradicional. Hay, significativamente, una edición valenciana de Ausiàs March, pero nada de Juan de Mena o del marqués de Santillana, por ejemplo. Siendo como era un Mendoza, que hizo poner las armas de su familia en algunos de sus libros, es difícil de entender que no le interesara ninguna de las ediciones impresas del marqués de Santillana, su bisabuelo, pero sí las Coplas castellanas de Pedro, infante de Portugal, (Zaragoza, 1490), ningún ejemplar del Cancionero general de Hernando del Castillo, pero sí el Cancionero de las obras de Ximénez de Urrea (Logroño, 1513), por citar otros dos libros que están encuadernados juntos en ese único volumen literario citado. Tampoco La Celestina, La lozana andaluza o ninguno de los textos que revisaba para su edición en Italia Francisco Delicado, o el Lazarillo... (y no cabe recurrir a la censura inquisitorial: también estaba el Decamerón en el Índice de 1559, y está en su biblioteca). O que, siendo como era un solvente helenista, no le interesara ninguna de las traducciones que del griego al castellano se estaban publicando en esos años, como Las obras de Jenofonte, traducidas por Diego Gracián, o La Ulixea, de Gonzalo Pérez, ambos secretarios reales, ambos conocidos y cercanos a Mendoza, ambas revisadas por eruditos también relacionados estrechamente con él, como Ambrosio de Morales, en el primer caso, o Páez de Castro, en el segundo. Y por el contrario sí le interesara una traslación al latín de las obras de Jenofonte publicada en Basilea casi a la vez que la de Gracián, o la traducción de las obras de Tucídides al francés.
Los ejemplos podrían ser más, pero la cuestión no es siquiera decidir con ellos si faltan libros o no, o cuáles. Evidentemente se puede atribuir a desinterés de Mendoza, se puede suponer que simplemente no tuvo casi libros españoles, ni tampoco le interesaron las ediciones impresas en España. Ambas ausencias van unidas en realidad. Pero también se podría pensar, por el contrario, que hubo libros que pudieran no haber entrado nunca en el Escorial. Hay indicios en algún libro, por ejemplo, de que la biblioteca fue revisada por la Inquisición, -quizás no con severidad o no en su totalidad-, en vida de Mendoza. No faltan en ella dos ejemplares del Índice de libros prohibidos. Sabemos también, que una veintena de manuscritos griegos de la lista de Arlenio parecen no haber llegado nunca a la biblioteca real. Sabemos que en una carta a Zurita desde Granada le dice tener unos 400 manuscritos árabigos de ciencias e historia, pero en el Escorial parece que ingresan 255. Sabemos que hay, por ejemplo, un manuscrito de Garcilaso que fue de Mendoza y que siguió otro camino distinto, pues está en un conjunto misceláneo del siglo XVII en la B.N.E. Sabemos también que 107 libros, -precisamente literatura en romance, aunque casi toda italiana-, fueron recogidos de la biblioteca del Infantado a los pocos días de su muerte. Agulló se pregunta por qué razón dos días antes de hacer testamento ingresaron en esa biblioteca, y deduce de ello que quizás Mendoza no quería que sus libros fueran al rey. La pregunta se puede hacer de otra manera, porque de lo transcrito no está claro que ingresaran en esa fecha, sino sólo que son inventariados, oportunamente, en esa fecha. ¿Con el conocimiento probable de que iban a tener que ser entregados a los oficiales del rey? ¿Se registrarían, entonces, todos, o se omitirían algunos? Sabemos también que una manda testamentaria pedía que se remitieran los duplicados a la fundación del cardenal Mendoza en Valladolid. El número de indicios no es corto.
Con todas estas premisas, es el momento de volver al principio. Del mismo modo que en el problema inicial no podemos ver el rey blanco, en las reconstrucciones todavía incompletas de la biblioteca de Mendoza falta algo que no podemos ver. No es lógico que no tuviera determinados libros. Algo debió de pasar con ellos antes del ingreso de la biblioteca de Mendoza en el Escorial. Cuando el escribano y los testamentarios hacían inventario de sus bienes tras su muerte para adjuntarlo a la documentación última, y recorrían para ello su postrera morada madrileña, tan modesta frente a los palacios de Granada, Venecia o Roma donde vivió, al entrar al primer aposento anotaron primero los objetos, armas, herramientas, ropa. Después empezaron con los muebles. Al llegar al primero de ellos, anotaron: “un bufete de nogal, que está puesto en él un juego de axedrez”.
*Sobre el tema del Lazarillo y las repercusiones del libro de Mercedes Agulló, baste remitir al recomendable blog del profesor Pablo Jauralde, que se viene ocupando de ello con frecuencia, y a diversos artículos o reseñas del propio Jauralde, Reyes Coll-Tellechea, Rosa Navarro o Javier Blasco.
*Sobre el tema del Lazarillo y las repercusiones del libro de Mercedes Agulló, baste remitir al recomendable blog del profesor Pablo Jauralde, que se viene ocupando de ello con frecuencia, y a diversos artículos o reseñas del propio Jauralde, Reyes Coll-Tellechea, Rosa Navarro o Javier Blasco.
Y el trebejo que faltaba. |
¡Qué ilustrativas noticias de la biblioteca de don Diego de Mendoza, que debió ser en su conjunto extraordinaria!
ResponderEliminarComo siempre lectura amena e instructiva.
Hay que ver si los librillos están ratonados...
Un fuerte abrazo
Hasta fecha reciente no se le ha hecho mucho caso a la tradición bibliófila del renacimiento español, no sé si porque los mejores libros de muchos de aquellos bibliófilos acabaron en el Escorial, y la biblioteca del Escorial siempre ha estado un poco en el limbo. Con decir que todavía ni siquiera está incorporada al CCPB... Con el ingreso de la de Mendoza casi se duplicaron sus fondos, en cantidad y calidad, lo que da idea de lo que significaba y el trabajo que se tomaron para hacerse con ella.
ResponderEliminarRatonados hoy en día es más difícil, pero las polillas, con este calor y las ventanas todo el día abiertas... Hay que verlo, sí.
Un abrazo fuerte, Diego.
Qué buen texto, has hecho un magnífica entrada. Una duda sobre el inventario de los libros de su testamento: ¿es el documento que se guarda en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid?
ResponderEliminar¡Saludos!
increible post, los designios de las bibliotecas antiguas son como seguir cursos de rios, no sabes si se secaran, dividiran , o circularan con mas fuerza,,,,,, si el hombre era listo dejo algunos libros para si,,, algunos para su familia, en caso de que les fuese mal, y si no se fia de la familia de algun amigo, que es lo que hariamos todos, a la hora de que ns levantasen la biblioteca supongo
ResponderEliminary yo creia que se lo habia comid la torre, simplemente jejejejeej
ResponderEliminar¡Qué buen post, Urzay! Muy interesante la pesquisa y las preguntas que nos deja rumiando. Un placer leer tu blog.
ResponderEliminarInteresantísima entrada! Qué curiosos estos misterios bibliotecarios... En cuanto al misterio ajedrecístico, me temo que yo solita no lo hubiese adivinado nunca. Claro que sé muy poco de ajedrez.
ResponderEliminarMe encantó la analogía que utilizas para acompañar tu magnífica entrada.
ResponderEliminarLas noticias que nos ofreces sobre Diego de Mendoza, los listados de sus libros y el deseo del Rey de hacerse de su biblioteca. Nos llevan a la imposibilidad del bibliófilo a renunciar a sus libros, o por lo menos, en casos extremos, a los más queridos.
Saludos
Sobre los libros de Diego de Mendoza se leen cosas que a veces parecen escritas de oídas, por decirlo de alguna manera, así que pensé que no estaría mal dar una visión de lo que se conoce rigurosamente apegada al dato. Me temo que algo ilegible ha quedado por ello. Además estos libros, por estar en el Escorial, no se han visto prácticamente nada que yo sepa, ni siquiera en exposiciones ni actos similares. De hecho, a cualquier bibliófilo hispano le resultarán más familiares las encuadernaciones estilo Grolier, o Canevari, o La Fanfare, que éstas, por ejemplo. ¡Y qué exposición monográfica se podría dedicar a esta biblioteca! En cuanto al misterio de los libros que parecen faltar, simplemente trataba de aportar la visión del perturbado: desde hace un tiempo se ve con bastante frecuencia en las historias de intriga el recurso a introducir un perturbado al que los investigadores de la policía acuden no para que resuelva el misterio directamente, sino para tener una perspectiva similar a la de quien lo ha desencadenado. En este caso Diego de Mendoza fue muchas cosas, pero también bibliófilo, y como hace unas semanas estuve revisando con cierto detalle el catálogo de Hobson, y encima lo encontré divertido, me pareció estar ya lo suficientemente perturbado (si tener un blog de bibliofilia no fuera ya indicio suficiente) como para aportar esa perspectiva. Sobre el inventario del testamento, en efecto es el del Archivo de Madrid, que publicó Pérez Pastor, y ha vuelto a publicar corregido Mercedes Agulló en su libro reciente sobre el Lazarillo. De su revisión parece que salen algunos libros más, pero muy pocos en relación a los que reproduce el inventario (copia del s.XVII) que publicó Gregorio de Andrés, y menos en relación a lo que debió haber. Sobre la analogía ajedrecística y el problema de Smullyan, he de decir que la primera vez que traté de resolverlo yo también tuve que mirar la solución. Muchas gracias por vuestros comentarios, tan amables. Me hacen sentir un poco culpable por no actualizar esto con más frecuencia. Afortunadamente, para bien del mundo, se me pasa pronto.
ResponderEliminarUn abrazo cibernético.
Interesante problema el que planteas. Evidentemente se pueden plantear varias posibles soluciones, pero es significativo el tipo de libros que no aparecen. Es obvio que muchos de ellos tuvieron que formar parte de una biblioteca tan extensa, máxime, como muy bien señalas, dada la personalidad del propietario. ¿Omisión voluntaria? ¿Alguien metió mano? Es difícil saberlo.Por otro lado, si esos libros existieron, ¿donde han ido a parar?. Demasiados interrogantes para mis menguadas capacidades.
ResponderEliminarRespecto al ajedrez, todo aquello que sea mas complicado que el tres en raya me supera.
Un abrazo.
Me añado a las felicitaciones por resumen tan completo. Por lo que sé, Mercedes Agulló tiene más listas y protocolos que, directa o indirectamente, añaden libros a la biblioteca de DHM; en realidad ella suele señalar que la lista de Hobson está muy mermada. Yo he orillado últimamente el tema, porque la propia Mercedes Agulló prefiere continuar esa tarea a su aire; pero me dicen que Arantxa Domínguez ha publicado otro libro sobre la biblioteca de Páez de Castro, en Salamanca. Estoy fuera de mi lugar habitual de trabajo y no puedo comprobar si es nuevo.
ResponderEliminarEn realidad, lo que creo que falta al fondo es la existencia de investigadores que trabajen sobre DHM, pero seria y sistemáticamente. Desde el punto de vista político lo está haciendo JUan Varo (Universidad de Granada), y sé que recopilando cartas y documentos; pero solo lo que de DHM hay en Simancas, o en la BL necesitaría de un equipo de investigadores.
Preciosa la perspectiva del ajedrez, que comunicaré a Juan Escourido, que tiene un blog sobre ajedrez, su tema de investigación (es un medievalista).
Lo que comentas, Alfonso, del posible paradero es, en efecto, un dato importante. Hay libros de Mendoza en la Biblioteca Vaticana, en la Bodleian o en la John Rylands, aunque en estos casos el origen parece ser previo al testamento, y por algún indicio podría haber también en otras bibliotecas españolas distintas al Escorial. Es posible que en ellas y en los archivos haya más respuestas, pero todavía, como señala Pablo, falta investigación. Como también sobre este grupo de eruditos humanistas y bibliófilos de mediados del siglo XVI. Aunque, a juzgar por la noticia del libro sobre Páez, hay huecos que se van cubriendo. Acabo de echarle un vistazo en la web del servicio de publicaciones de la Universidad de Salamanca (se puede ver parcialmente), y parece, en efecto, la publicación del estudio que ganó el premio nacional de bibliografía que ya comentamos en su día. A continuación lo he pedido, no tengo remedio. Muchas gracias por la noticia, Pablo, había visto que estaba en prensa por una referencia en otro estudio que ha hecho la misma autora sobre la biblioteca de Zurita, pero ni idea de que había salido ya. Me apunto también ese blog de ajedrez, que buscaré. Me alegro de que os haya gustado la entrada. Un saludo.
ResponderEliminarSe llama Scacchia ludus, y su autor es Juan Escourido, en estos momentos en Philadelphia.
ResponderEliminarAbrazos
Urzay : se me ocurre solamente ahora pasarte aquí un mensaje que te puse en mi blog hace unos días y que decía :
ResponderEliminar" Hola,Urzay. Siguiendo tu invitación, me permito molestarte una vez más. Sí que queda algo que nos intriga : al final de la última página, antes de la firma, hay un dibujito que ¿ podría ser algún emblema ? Si no se ve bien, intentaré reponer esta parte del documento en tamaño más grande."
De ahora en adelante te leeré con la atención que te mereces. Muchas gracias por todo.
Perdona, no he vuelto a entrar desde la transcripción del documento, llevo unos días fuera de casa, de vacaciones, y apenas miro el ordenador. Ya te contesto en tu blog, tan pronto pueda. Un saludo.
ResponderEliminarNice post thank you Jennifer
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