martes, 20 de marzo de 2012

MANERAS DE HACERSE UN NOMBRE

   Desde hace ciento cincuenta años esta historia se transmite entre bibliófilos de generación en generación. Se gesta cuando alguien dice haber visto un libro en alguna parte. Sucede cuando alguien dice haber encontrado ese libro. Quien lo ve es un tal Antonio Ruidíaz, que en una carta de 1775 contaba haber examinado en la biblioteca del conde de Saceda un breve dozavo titulado El Buscapié, obra inédita de Cervantes impresa sin data alguna. Su corresponsal es el académico Vicente de los Ríos, que en esos años se ocupaba de redactar una vida de Cervantes para la gran edición del Quijote que preparaba la Real Academia. No se le  ocurrió otra cosa que inmortalizar la noticia y la carta de Ruidíaz allí, en la famosa edición de Ibarra impresa en 1780, en las primeras páginas del tomo primero (Vida, pp. XVII-XVIII y Pruebas y documentos, pp.CXCI-CXCIV). A la publicación suceden décadas de comentarios cautelosos entre los estudiosos de la literatura. Nadie ha visto el libro, ni tampoco referencias antiguas que lo citen, pero nada ganaba tampoco haciendo circular un bulo ninguno de los que difundieron la noticia del inédito cervantino. Y entonces aparece quien dice haberlo encontrado. 
   Se llamaba Adolfo de Castro. Tenía veinticuatro años, muchas lecturas y la arrogancia de quien a esa edad se sabe inteligente. Era también, Dios le perdone, bibliófilo. Había localizado el libro en Cádiz, en la venta de la biblioteca de un abogado de la cercana San Fernando. No un impreso, como dijo Ruidíaz, sino un manuscrito en letra de inicios del siglo XVII, con antiguas notas de procedencia sevillana y portuguesa. Parecía una copia sacada de otra preparada para la imprenta, con dos aprobaciones firmadas por Gutierre de Cetina y Gracián Dantisco, y una carta inédita de Mateo Alemán. No podía menos que publicarla, con abundantes notas explicativas. En bien de la literatura española, escribió. Para ello se apresuró a solicitar ante el ministerio de Comercio la propiedad literaria de la obra. Después la llevó a las prensas. Según su testimonio, la primera edición salió en dos emisiones, la primera de lujo, la segunda corriente, con algunas variantes. Las dos fueron impresas sucesivamente en 1848, en los talleres de la revista médica de Cádiz. 

Portada de la segunda emisión de la primera edición del Buscapié.

   El Buscapié comenzó a circular entre los eruditos en galeradas incompletas desde febrero de ese año. Uno de los primeros en recibir una copia fue Bartolomé José Gallardo, antiguo bibliotecario de las Cortes de Cádiz, diputado liberal varias veces exiliado. A sus setenta  y un años, Gallardo venía a ser entonces una suerte de Scrooge de la bibliofilia hispana. No necesitó examinar el libro con detalle. Tenía buena memoria, y nada más sacar los pliegos del sobre que le había remitido el bibliófilo cubano Domingo del Monte fue consciente de haber tenido trato frecuente con Castro, cuatro años antes, en Cádiz. Nada más ver el título que traían las hojas hubo de recordar nítidamente aquella tertulia en la que él mismo, precisamente en presencia de aquel joven curioso, había negado la existencia del Buscapié con todo el desdén del que era capaz (y lo era mucho). Aquella tertulia en la que se jactó de ser capaz de contrahacer el estilo de Cervantes para inventarse un Buscapié que fuese tomado por los entendidos como el hipotético inédito, él mismo, cuando le viniese en gana. No en vano eran muchos años ya de dedicación a la obra cervantina, aunque la publicación en 1819 del Quijote con las aportaciones de Navarrete hubiera dado al traste con su propio proyecto de editarlo, y la persecución y el saqueo que padecieron los liberales en Sevilla durante su huida de las tropas francesas en 1823 se hubieran llevado por delante su proyectada edición de las Novelas ejemplares, los dibujos originales de Paret para ilustrarlas, el manuscrito Porras de la Cámara con las novelas, y buena parte de sus libros y manuscritos, perdidos sin remedio en aquel barco, en el Guadalquivir.

 Retratos de Bartolomé José Gallardo y Adolfo de Castro. Biblioteca Digital Hispánica.

   Después de haberlo leído, le faltó tiempo a Gallardo para hacer circular varias cartas denunciando que El Buscapié no era sino falsificación chapucera y pretenciosa de Castro imitando el estilo cervantino. Famoso por su incontinencia verbal, le llamaba en ellas mequetrefe, pilluelo, petulante o lunático, y le apodaba “Lupián Zapata en miniatura”, en referencia a un célebre falsificador del siglo XVII. El muy donoso librillo llamado Buscapié tuvo, sin duda, la repercusión que buscaba. No pocos autores celebraron la publicación. Muchos guardaron un prudente silencio. Algunos expresaron reservas sobre su veracidad. En La Habana o París salieron reseñas críticas. En Nueva York o Londres se leyó el apéndice que George Ticknor reservó expresamente al opúsculo en su History of Spanish Literature, donde desestimaba con firmeza que fuera de Cervantes. No obstante, los lectores interesados de aquellos países y de muchos otros pronto pudieron leerlo en sus propios idiomas. El Buscapié se había traducido ya al inglés, al francés, al italiano, al portugués y al alemán en 1850. Ese mismo año se empezó a publicar en España como apéndice a las ediciones del Quijote. En esta marea, Castro se movió con habilidad. Consiguió adhesiones significativas. Envió probablemente a la prensa reseñas desfavorables bajo nombre supuesto con objeto de contradecirlas después con otras mejor argumentadas. Trató de rebatir el escepticismo de Ticknor. Pero a quien contestó con saña fue a Gallardo, cuyas objeciones circulaban de forma privada en cartas. Que Castro las conoció lo demuestra ya el título de su respuesta, publicada por entregas cada vez más ácidas en la prensa entre abril y mayo de 1851, e impresa a continuación, aumentada, en forma de folleto: Cartas dirigidas desde el otro mundo a don Bartolo Gallardete por Lupianejo Zapatilla, por más el proceso fulminado por este caballero contra aquel iracundo filólogo. Asumiendo el mordaz apodo que le dedicara Gallardo, Castro empieza burlándose alegremente de la caprichosa ortografía de su oponente, de todos los errores que puede identificar en sus publicaciones, de sus lamentaciones sobre los libros y proyectos jamás retomados que perdió en el saqueo de 1823, y acaba insultándole con torpeza. A los pocos días estaba ya en la calle la respuesta, en forma de dos folletos satíricos. El primero fue El Buscapié del Buscarruido de don Adolfo de Castro. Crítico-crítica por el Bachiller Bo-vaina, pseudónimo que adoptó Ildefonso Martínez y Fernández para argumentar la falsedad de la publicación de Castro y reclamarle respeto hacia Gallardo. El segundo lo publicó el propio Gallardo, con el título Zapatazo a Zapatilla y a su falso Buscapié. Un puntillazo.



    Responde en él a las Cartas dirigidas desde el otro mundo, saca a la luz pública las que él mismo había escrito sobre el Buscapié, insiste en su falsedad, le pide que muestre el original, si lo tuviera, y vuelve a atribuir la impostura a Castro, “amadrigado”, dice, por otros dos conocidos bibliófilos. A uno de ellos, Pascual de Gayangos, no lo cita expresamente, sino de forma elíptica. Al otro lo apoda Aljamí Malagón Farfalla. En algunos ejemplares del folleto enviados a sus amigos, anota a lápiz, al lado del apodo: “Este es Serafín Calderón”. 
   En junio de 1851 todo se precipita. Un joven Cánovas del Castillo, sobrino de Estébanez Calderón y amigo de Castro, se une a éste en el bonito deporte de fustigar al viejo, publicando Cuatro palabras sobre el folleto titulado Zapatazo a Zapatilla, escritas en defensa de un amigo ausente y en desagravio de las letras, mientras llegan otras más autorizadas. Días después se publica la propia respuesta de Castro al Zapatazo, un nuevo panfleto titulado Aventuras literarias del iracundo extremeño don Bartolo Gallardete, escritas por don Antonio de Lupián Zapata (la horma de su zapato). Encabezaba las Aventuras un hiriente soneto que se suele atribuir a Estébanez Calderón con reservas innecesarias, puesto que su propio sobrino diría expresamente que era de él. En la cubierta se sustituye “el iracundo extremeño” del título por “iracundo bibliopirata don Bartolo-mico Gallardete”. En el interior, se extrema la sátira, tanto más cruel cuanto que el propio objeto de ella había sido a su vez un despiadado satírico toda su vida. En los mismos días que sale el panfleto de Castro, Serafín Estébanez Calderón acude por su parte a los tribunales para querellarse por injurias contra Gallardo, que resulta condenado en agosto de 1852 a 18 meses de destierro. Llegados aquí, a Gallardo le ocurre lo mejor que podía pasarle ya en relación a toda esta historia: muere repentinamente, unos días después. Su reputación queda enfangada. Lo suficiente como para que más tarde autores como Cayetano Alberto de la Barrera o Rodríguez Moñino hayan sentido la necesidad de reivindicarle.


    Los demás protagonistas de la polémica no salieron mal librados. De Cánovas poco se puede decir; está en los libros de historia. Años después escribió una biografía de su tío, El solitario y su tiempo, donde dedicaba un capítulo completo a comentar estos hechos. Allí lamenta no haber respetado demasiado las canas y el conocimiento del bibliófilo extremeño. Cuenta también que Estébanez Calderón, habiendo sido amigo de Gallardo, se vio implicado por él con gran disgusto en toda la polémica. De referencias indirectas que citan Cánovas y La Barrera se deduce que también Estébanez pudo ser procesado y multado por las injurias proferidas en el famoso soneto. Castro se hizo un nombre en las letras españolas. Desarrolló con posterioridad una extensa carrera política y bibliográfica, con una evidente inclinación hacia muchos de los textos más controvertidos de la historia de la literatura hispánica: el Centón epistolario, el Quijote de Avellaneda... Un estudio reciente ha identificado la única vez que, después de la polémica, parece haberse referido a ella con sinceridad. Es un texto de 1893 en el que reconoce que aquello fue una “muchachada que tuvo su objeto”, el de darse a conocer, mediante “un juguete escrito con la intención y medios de prueba de declarar más adelante que era debido a mi pluma”. Es decir, lo que Gallardo adivinó desde el primer momento, probablemente porque él mismo le dio involuntariamente la idea. En cuanto a la valoración crítica del Buscapié, pocas dudas quedaron después de que Ticknor, en la edición española de su Historia, y Cayetano Alberto de la Barrera, en varios artículos que acabaron formando El cachetero del Buscapié, lo analizaran de arriba abajo. Además de aportar infinidad de indicios y detalles que prueban la falsificación, ambos coincidieron en el concepto fundamental: que el propio texto del pretendido Buscapié se gestaba en las profusas notas de Castro, y no al revés. Estas conclusiones, no obstante, quedaron en el limbo de la erudición. El opúsculo continuó publicándose como apéndice en muchas ediciones del Quijote, pero sobre todo en las de Gaspar y Roig y la casa editorial Jubera, hasta 1905. Con ocasión de esta última edición, siete años después de la muerte de Adolfo de Castro, su viuda creyó que ya podía ser hora de acudir a la justicia ordinaria para reclamar una indemnización por los derechos de autor del Buscapié. Ante los tribunales, los responsables de la editorial alegaron haberlos adquirido de Gaspar y Roig en 1886, y haber publicado el opúsculo desde entonces en la creencia de que era obra de Cervantes. Para estupefacción general, el juez les dio la razón. A costa de los intereses de su viuda, Castro ganó su última batalla después de muerto.

13 comentarios:

  1. Fascinante historia, divertida, erudita... ¿Qué más se puede pedir? Ironías del destino, al final la faslificación quedó consagrada y la viuda burlada. Como una novela.

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    1. Me alegra que te haya gustado, Elena, sí que es divertida. Si te fijas, el dibujo satírico del panfleto de Gallardo retrata a ambos. Genio y figura.

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  2. He disfrutado como nunca con esta descripción de los hechos de este falso, ¿o autenténtico?, Cervantes...

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    1. Falso de toda falsedad, pero como en el caso del Centón, ahora sólo faltaba que apareciese otra versión, aunque fuera distinta, la que citaba Ruidíaz por ejemplo. Esa sí que sería buena.

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  3. Excelente historia y estupendamente documentada.
    Se ve que en esto de la bibliofilia también existen los pillos y no es inusual, como en el caso del catálogo de Jean Népomucène-Auguste Pichauld.

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    1. No sé si al final me ha quedado una imagen muy negativa de Castro, tampoco lo pretendía. En el fondo toda la historia fue bastante ingeniosa, lo malo es que después, quizá por la repercusión que tuvo o quizá porque se le vio el plumero demasiado pronto, “se le olvidó” salir a descubrir el fraude, y encima la emprendió, -él y otros-, con quienes lo denunciaban. Pero incluso quienes le descubrieron la superchería le reconocieron la habilidad de hacerla. En la actualidad difícilmente habría sido posible, como tampoco la del catálogo de Fortsas, imagino.

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  4. Es curioso como una superchería puede llegar a ser por si misma un objeto codiciado (480€ por una 2ª edición). Hay que reconocer que Adolfo de Castro hoy no tendría precio como publicista, ¡ya le gustaría a la Coca-Cola un director de campaña tan eficaz! Las falsificaciones bibliófilas de cualquier tipo siempre han dado mucho juego ( recordemos el famoso folleto que adquirieron por separado dos aristócratas sevillanos,bibliófilos y hermanos y que, a la postre, había sido confeccionado por dos contertulios suyos, tremendo bromazo por el que hoy se pagarían cantidades astronómicas).
    Muy buena la entrada, como de costumbre.
    Un abrazo.
    Alfonso.

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    1. Pues fíjate que has dado en el clavo, porque precisamente el título era un guiño al caso de autopromoción literaria que estos días sale en el blog “Patrulla de Salvación”. Los hay que son auténticos magos de la publicidad, la verdad, un inédito de Cervantes por aquí, una página del New York Times por allá... Lo que comentas de la cotización, en efecto se da la ironía de que la propia falsificación acaba cotizándose como un libro raro más, aunque bastante menos que el que cita Pece (que creo que vale varios miles). ¡E incluso se hacen ediciones facsímiles! En catálogos de librería se cita muchas veces como segunda edición de éste la segunda emisión de la primera, como yo no he visto la primera de lujo (hay unas pocas en bibliotecas públicas, e imagino que unas cuantas en privadas), me guío no sé si equivocadamente por la reseña de ediciones que hace La Barrera en El cachetero del Buscapié.
      Un abrazo, Alfonso, hay que ver lo que me ha costado comentar, he tenido que cerrar el navegador e iniciar otro, no sé si este error de blogger me sale sólo a mí.

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  5. ¡¡Qué buena entrada!! No sé cómo se me habían pasado tantos días sin verla. Muchas gracias por la historia, la documentación y el ameno relato.
    ¡Qué divertido que era el cervantismo de aquellos tiempos!

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  6. Realmente ha sido una suerte que casi todas las referencias estén ya digitalizadas y se puedan enlazar para documentarla, empezando por el propio Buscapié de 1848, que se puede leer en linea en varios enlaces, además del que he puesto. En cuanto al cervantismo, quizás entonces la osadía era mayor, también porque el conocimiento era mucho menor que el que tenéis los cervantistas de ahora. ¿Podríamos imaginar en las últimas décadas a alguien tratando de colar un fragmento de, -pongamos-, las Semanas del jardín? ¿Pierre Menard, quizás? Pero cuchilladas, eso sí, seguro que ahora alguna hay también.

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  7. Habrá cuchilladas, pero me parece que más tibias en la era de lo políticamente correcto... Yo quisiera poderle decir a alguien "mequetrefe", por ejemplo.

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  8. Pues me sumo a la felicitación por la historia que narras de este libro. Es apasionante y me recuerda a las buenas historias de los libros que aparecen y desaparecen, las falsificaciones que engañan a todo quisque (hace poco leía acerca de los manuscritos de Shakespeare que fabricó Ireland y engañaron entre otros al mismísimo Boswell y al mismísimo Príncipe de Gales de la época, esto último bastante menos sorprendente). También los libros escritos por Borges que se quiso empeñar en negar que hubieran existido nunca hasta que un lector empedernido (al que el mismo Borges había negado la existencia de estos libros juveniles) los localizó.
    Algunas veces los expertos son tan expertos que son los más fáciles de engañar.Y lo más divertido es ver como se dan navajazos entre ellos. En cuanto uno descubre un manuscrito inédito hay otro deseando demostrar que es falso para humillar al descubridor.
    Magnífico rato me he pegado leyéndote.

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  9. Me alegra que te haya gustado, Óscar. Eso que comentas de Ireland es, en efecto, una historia bastante similar, aunque el reconocimiento que se buscaba era otro. Lástima que blogger no deje poner enlaces en los comentarios, porque me parece recordar que sobre esto había una entrada en "Notas para lectores curiosos" donde lo contaba Elena.

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